La Corona española puso en marcha la ruta llamada del Galeón de Manila. Una travesía que cada año salía desde Acapulco hasta tierras filipinas, trasladando plata para pagar a los funcionarios de la Corona en Filipinas, y desde Manila traía de vuelta seda y porcelana de China, marfil de Camboya, algodón de la India, piedras preciosas de Birmania y especias como canela, pimienta y clavo.
Manila se transformó así en una población urbana, ideada como una base para expandir el comercio por el resto de la zona.
Los galeones empleados eran grandes embarcaciones, financiados por la Corona y construidos con madera de teca. Tenían mucho arrufo, es decir, una cubierta arqueada y un centro más bajo que la proa y la popa, con castillos prominentes para dar espacio en las bodegas a las mercancías asiáticas.
El viaje de vuelta era, a decir de los navegantes veteranos,
la más larga y terrible de las que se hacen en el mundo. En los 230 años de trayectoria, se perdieron hasta 30 galeones, miles de vidas y riquezas millonarias, dándose el caso de galeones que llegaban exhaustos a Acapulco.
Los vientos, las corrientes, las tempestades, los corsarios (incluídos japoneses y chinos), los motines, la falta de alimentos y las enfermedades como el escorbuto (que hinchaban hasta sangrar las encías de los marineros) convertían esta ruta en la más larga sin escalas.
Se podía tardar hasta siete u ocho meses.
En 1603, la San Antonio fue engullido en el Pacífico sin que nunca se supiera qué le ocurrió o dónde. Y, entre los casos más aterradores, se cita por muchos autores la historia de un galeón que fue hallado en las costas de Tehuantepec, con todos sus tripulantes muertos y a la deriva.
Aquel galeón sería
el San José, que llegó en 1657 a México convertido en un barco fantasma, sin nadie vivo a bordo. Probablemente todos murieron de peste.