viernes, 9 de junio de 2017

Seis días de Junio 1967


Y, de repente, la "guerra de los seis días". Que nada tuvo de esa sorpresa que es de rigor proclamar ahora. Cualquiera que leyera la prensa u oyera la radio sabía que el choque era inminente. La sorpresa  fue su desenlace. Sorpresa y, sobre todo, desilusión.
La España oficial, por supuesto, pero también buena parte de Europa, rumiaban con poco disimulo su deseo: que los ejércitos árabes hagan el trabajo que Hitler dejó a medias.
En 1967, no era sólo una consigna neonazi.

¿Ataque por sorpresa? No, no hubo nada de eso. Nasser venía, en Egipto, predicando la aniquilación judía desde al menos tres años antes. 1964: "El peligro de Israel consiste en la existencia misma de Israel"; 1965: "No entraremos en Palestina con el suelo cubierto de arena. Entraremos con el suelo empapado en sangre… Aspiramos a la destrucción del Estado de Israel… Nuestro objetivo es la erradicación de Israel".
Un día después, el 5 junio, la aviación israelí tomó la iniciativa y destruyó en tierra la aviación aliada. La operación militar más asombrosa del siglo XX comenzaba. Al cabo de seis días, los 215.000 hombres de la alianza árabe fueron deshechos por los 125.000 del Tsahal israelí.

¿Fue, para Israel, una victoria barata? Es otro tópico insostenible. Los 777 muertos y 2.586 heridos israelíes durante esos seis días equivalen, en proporción poblacional, al doble de las bajas estadounidenses a lo largo de los ocho años de guerra en Vietnam.
¿Siguieron a la victoria imposiciones exorbitantes sobre los vencidos? Es difícil aceptar eso, si se analiza lo sucedido el 17 de junio en Jerusalén, cuando Moshe Dayan, tras haber recuperado la ciudad que es corazón del judaísmo, concede a las autoridades musulmanas el pleno control sobre el Monte del Templo, epicentro religioso de la capital; y cuando su acuerdo excluye del derecho a orar allí a los mismos judíos que se habían jugado la vida por recuperar el lugar sagrado de sus mayores. Así sigue.

Gabriel Albiac

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